La primera lámpara auténtica, pero ya se empleaba de forma generalizada en Grecia en el siglo IV a.C. Las primeras lámparas de este tipo eran recipientes abiertos fabricados con piedra, arcilla, hueso o concha, en los que se quemaba sebo o aceite.
Más tarde pasaron a ser depósitos de sebo o aceite parcialmente cerrados, con un pequeño agujero en el que se colocaba una mecha de lino o algodón. El combustible ascendía por la mecha por acción capilar y ardía en el extremo de la misma.
En el siglo XVIII se produjo un gran avance en las lámparas cuando las mechas redondas fueron sustituidas por mechas planas, que proporcionaban una llama mayor. El químico suizo Aimé Argand inventó una lámpara que empleaba una mecha tubular encerrada entre dos cilindros metálicos, alimentada a petroleo. El cilindro interior se extendía hasta más abajo del depósito de combustible y proporcionaba un tiro interno. Argand también descubrió el principio del quinqué, en el que un tubo de vidrio mejora el tiro de la lámpara y hace que arda con más brillo y no produzca humo, además de proteger la llama del viento. El tiro cilíndrico interior se adaptó después para utilizarlo en lámparas de gas inventadas por Lebon..
Una lámpara de petroleo que, a causa de la baratura de éste, hizo bajar el precio del alumbrado por gas, que por aquel entonces comenzaba a sufrir la competencia de la luz electrica. En 1878 Edizon perfeccionaria un sistema que venia de 1813, la luz electrica, inventando la lamparita o bombilla incandecente, que llevó la luz, cómoda, limpia y barata, hasta los hogares más modestos.
A finales del siglo XIX, ambas formas de iluminación dieron paso a las lámparas eléctricas incandescentes y fluorescentes. En algunas zonas rurales siguen empleándose de forma limitada lámparas de queroseno o lámparas de gas incandescente.
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